domingo, 9 de diciembre de 2007

Republico, modelo 55 y San Jauretche.


Cincuenta años mas tarde la argumentación sigue siendo la misma, no somos reconocidos como ciudadanos “dignos” o “libres”.

Este gobernante diagnosticaba que la Argentina había derivado “por sendas equívocas o confusas” debido a “las veleidosas voluntades” de los ‘enemigo internos’, “abusadores del poder, verdaderos traidores de sentimientos”.

En un intento por legitimar a su gobierno, Aramburu expresaba:

“La Revolución, [...] triunfo de la civilidad argentina, ha de desarrollar cuantos instrumentos democráticos sean necesarios para que nunca nuestro hogar común sea tomado como gabinete de experimentación de sistemas totalitarios”, equiparando al gobierno peronista con los totalitarismos europeos de principios de la década de 1940.

Contrariamente a la naturaleza autoritaria de este gobierno de facto, la Revolución Libertadora aseveraba que se procedería a la restauración de la democracia para que el país no volviese a caer en prácticas dictatoriales.

Aramburu ratificaba la política interior de la Revolución Libertadora, manifestando que las soluciones propuestas para la “orientación definitiva” de la Nación eran:

“1) armonía social y política;

2) desmantelamiento de estructuras y formas totalitarias;

3) reestablecimiento de la austeridad republicana, independencia y dignidad de la justicia;

4) respeto a la conciencia religiosa;

5) libertad sindical con alma democrática;

6) reorganización de la enseñanza republicana;

7) fortalecimiento del federalismo;

8) dignificación de la administración pública;

9) saneamiento de la economía;

10) respeto y garantía de la propiedad privada; y

11) depuración de la estructura electoral”.

Las soluciones propuestas por el gobierno militar habilitan a concluir que el peronismo era visualizado como: promotor de conflicto social y político, totalitario, dispendioso y promotor de una justicia dependiente e indigna, irrespetuoso de la conciencia religiosa, promotor de un sindicalismo antidemocrático, desvirtuador de la enseñanza pública, centralista, y avasallador de la propiedad privada.

De acuerdo al discurso de Aramburu, los enfrentamientos de clase y conflictos políticos debían ser superados para integrar a la Nación.

El totalitarismo remanente de los años peronistas sería disuelto mediante la recuperación de las instituciones públicas.

La Iglesia volvería a ocupar el lugar preponderante que ocupaba previo al arribo de Perón al gobierno.

Las organizaciones sindicales gozarían de sus libertades constitucionales, sin ser utilizadas por el Estado como ‘fuerza de choque’.

Los conceptos republicanos serían promovidos en la ciudadanía, especialmente entre los jóvenes.

Se llevaría a cabo un proyecto de descentralización del Estado.

Se les aseguraba a los empleados públicos bienestar político, social y económico.

La recuperación económica del país era necesaria para terminar con las luchas de clase. Además, no tendrían lugar las expropiaciones que habían caracterizado al gobierno derrocado.

Finalmente, se excluiría al peronismo de la vida política del país.

El autoritarismo del gobierno miliar se reflejaba en un discurso falsamente republicano y en la aniquilación física de la disidencia política.

Aramburu consideraba que la misión de la defensa nacional se apoyaba en “las tres Fuerzas Armadas, democráticas y unidas”, ya que éstas conocían los “vicios de las dictaduras” que las utilizaban, convirtiéndolas en “carceleras de la nacionalidad”.

Este nuevo gobierno aspiraba a tener Fuerzas Armadas “unidas” en defensa de la democracia.

Para ello se debía terminar con los enfrentamientos internos ocasionados por la manipulación de ciertos sectores del Ejército, utilizado por el gobierno depuesto para restringir las libertades de la ciudadanía.

Las Fuerzas Armadas y El general Aramburu, en particular, consideraban que la misión más urgente que tenía este gobierno era la apertura democrática.

Aramburu se pronunciaba de la siguiente manera:

“El voto que se ponga en las urnas, en la oportunidad adecuada, no lo ha de ser por las brillantes o sonoras palabras de los candidatos, sino por convicción republicana en sus intenciones.

El hombre libre ejercitará su libertad, no solamente en el acto de votar, sino, y más importante, en el acto previo de comparar virtudes o valorar defectos.

Hombre libre, ante nuestra modalidad republicana, es sinónimo de hombre digno.

La dignidad sin libertad es heroica, pero la libertad sin dignidad no es admirable”.

La ciudadanía debía madurar políticamente.

El voto del electorado debía basarse en convicciones políticas y no en el convencimiento de la masa a través de la demagogia de un candidato.

Un acto de libertad como votar debía estar acompañado por la conciencia política de quien lo ejerciera, de no ser así, dicho acto carecería de valor.

Aramburu planteaba una antinomia entre libertad y dignidad.

Quien careciera de cualquiera de estas dos cualidades no sería reconocido como un ciudadano “digno” o “libre” pero quien las poseyera sería una persona “heroica” y “admirable”.

El Presidente Provisional, ante las demandas de una apertura democrática electoral, propiciaba a una toma de conciencia del significado del “ejercicio del voto”.

Para una mejor organización, se había creado una Junta Consultiva Nacional compuesta por miembros representativos de distintas corrientes de opinión, con el fin de asesorar al gobierno provisional en los problemas de gestión (Potash, 1984).

Para la creación y la misión de esta Junta Consultiva había sido “indispensable”, según Aramburu, “la acción conjunta y la permanente consulta entre el gobierno y el pueblo, no sólo a los efectos del advenimiento del futuro estado constitucional de derecho sino también para la conducción democrática del propio gobierno revolucionario de hecho”.

Este decreto denotaba una búsqueda de legitimación por parte del gobierno de facto, proporcionando la participación de la ciudadanía en las decisiones gubernamentales y para una futura apertura democrática.

No obstante, la participación ciudadana era sumamente limitada ya que la misma se reducía a un conglomerado de dirigentes políticos, sin participación activa del pueblo de la Nación, alejando al “gobierno revolucionario” de la “conducción democrática” que aseguraba estar ejerciendo.

El general Aramburu utilizaba un discurso republicano, haciendo mención a la representatividad del pueblo y la democracia.

Sin embargo, su discurso se alejaba de la realidad política del país.

La representatividad se limitaba a Juntas Consultivas, carentes de todo tipo de facultades de representación pública, empero, se pretendía darles a estas Juntas el valor de una institución republicana como el Parlamento.

Por otro lado, los fusilamientos demostraron que el gobierno de la Revolución Libertadora no practicaba la democracia que pregonaba en su discurso.

Por el contrario, el aniquilamiento físico de la oposición política evidenciaba una falta absoluta de respeto por el pluralismo ideológico, valor fundamental de la democracia.

Conclusión: Como fue costumbre a lo largo de la historia argentina del siglo XX, el gobierno de la Revolución Libertadora visualizaba a su predecesor como un ‘enemigo interno’ a erradicar de la esfera política nacional.

En este caso fue el turno de Juan D. Perón y su movimiento político.

El gobierno entrante puso en marcha la ‘desperonización’ del país, acusando a Perón de promover el conflicto social y político, una justicia dependiente e indigna, y un sindicalismo antidemocrático.

Se le atribuía a Perón haber desvirtuado la enseñanza pública y haber avasallado la propiedad privada.

Además, el gobierno miliar calificaba a su ‘enemigo interno’ como un dictador totalitario, dispendioso, irrespetuoso de la conciencia religiosa y centralista.

Mientras tanto, el gobierno militar sostenía que la “Revolución” constituía un “triunfo de la civilidad argentina”.

Asimismo, se adjudicaba para sí: representar “el sentimiento democrático” del pueblo; “reestablecer el imperio del derecho y restituir al país su auténtica democracia”; ser promotor de la “armonía social y política”, el “restablecimiento de la austeridad republicana, independencia y dignidad de la república”; y el “respeto de la conciencia religiosa”.

De esta manera se delineaba el enfrentamiento entre el Nosotros del gobierno militar y sus ‘enemigos internos’.

La Revolución Libertadora se propuso anular los lineamientos de la Doctrina Justicialista y la Tercera Posición.

Este accionar y el discurso antiperonista del gobierno militar continuó generando enfrentamientos políticos y sociales, con ingerencia en la fragmentación de la identidad política nacional.

Desde el Estado se emitía un discurso que defenestraba los signos políticos que habían regido al país durante las presidencias peronistas.

La ciudadanía argentina se veía obligada a convivir en un Estado que cambiaba sus principios ideológicos casi paralelamente con la asunción de los distintos gobiernos.

Los continuos cambios ideológicos, originados en el discurso presidencial, al confundir unidad con hegemoneidad, atentaban directamente contra la consolidación de una identidad política nacional definida e indiscutida.

De ahí que, paradójicamente, tanto presidentes autoritarios como democráticos promovían el antagonismo en vez de la unidad que manifestaban desear para la Argentina.

Irrebatiblemente, la fragmentación de la identidad política del país se resentía con cada uno de estos bruscos cambios de rumbo.

LA FRAGMENTACIÓN DE LA IDENTIDAD POLÍTICA NACIONAL ARGENTINA: LOS PRESIDENTES Y LAS ANTINOMIAS

Paginas 160 a 166

http://aladinrc.wrlc.org/bitstream/1961/4187/1/etd_ml288.pdf